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viernes, abril 18, 2008

Lost 

No es esta una teoría conspirativa de esas que pululan en la Internet, creada probablemente por un adolescente con serios problemas de relacionamiento emocional, cicatrices de gilette en los inner thighs y acceso ilimitado a la serie televisiva a la que se refiere el título del post. Para eso, me piden por mail los links y se pegan una gran tocata masturbera intelectual un sábado por la noche, intentando comprender qué hace ese pie de cuatro dedos tallado en roca gigante en el costado de la isla. Been there, done that. Igual auguro un par de visitas fútiles mediante nuestro bienamado gúgl, y una de ellas probablemente lea esta sandez guiado por el lascivo header. Oh, sí, tiene un spoiler. Qué le vas a hacer, ya deberías estar por la cuarta temporada. En fin, el post en cuestión:


Hay cosas que se pierden y sólo generan una molestia leve. Una comezón en la nuca, un pinchazo en el lagrimal, una mordedura liviana del labio inferior. Una puteada bajita, educada, casi imperceptible.
Como el boleto del tren, cuando es obvio que en Palermo te lo piden y hasta son capaces de pararte porque no lo tenés, arriesgándose a un mental breakdown con escupida al chancho incluida.
O los primeros quince minutos de un recital trascendental, ansiado y esperado por meses, de un artista que te canta solo y exclusivamente a vos. Llegar y que la canción se desgrane sola, sin que estés vos para darle un sentido, mientras las gordas fans hacen brillas sus vinchitas decoradas y sus fotos manoseadas y transpiradas.


Otras cosas perdidas te dan una patada en el cuádriceps, dejándote paralítica durante un buen rato. El cerebro corta sinapsis por un par de minutos, un par de días, una ola blanca te tapa sin ahogarte, te deja flotando en un mar de paja mental.
Como la primera vez que la ponés, que suponés debería ser genial, mágica, con pétalos de rosa en sábanas de algodón egipcio y flores húmedas delicadamente recogidas del monte (sí, es una metáfora, deal with it), pero termina en un baile arrítmico de frotaduras inexpertas y besos torpes.
O la última vez que te ignoran, te reducen a una compañía barata y prescindible de jadeos más experimentados y cuatro paredes demasiado estrechas, con endebles excusas que ni un inocente chiquito de holy colegio marianista tragaría.


Y, por último, las más peligrosas. Las cosas que se pierden y no se recuperan jamás. Las intangibles. Que te dejan sin aire en los pulmones, calientes por la falta de oxígeno. Que te vencen los hombros, te lanzan con desidia una bolsa de arpillera rellena de bulones, que te pegan en los labios secos y te hacen tragar mierda y sangre, metálica y a borbotones.
Como la confianza. Sentimiento ciego y pedorro, digno de minorados espirituales, embotante y estupidizante y todo lo que termine en antes, aunque sea demasiado tarde. Esa seguridad infundada y desnuda de conocer algo profundamente, hasta que se da vuelta como un soquete en un lavarropas, y ya no sabés si es tu media o la de otro.
O la magia. Un concepto huidizo y casi imposible de categorizar sin caer en la imagen de un chisporroteo grisáceo de Chaskiboom®, una levitación de tanza, una paloma maltratada. La enterrada capacidad de creación de un momento particular, una situación inesperada, un texto sólido, una reflexión iluminadora, una melodía que se hace fragancia y vuelve a ser melodía en un par de segundos, un par de acordes, un par de colores.



Al margen de las circunstancias, o quizás gracias a ellas, aún abrigo una esperanza chiquita, humilde y aterida de encontrar esa magia de vuelta. Al fin de cuentas, la mejor manera de recuperar lo perdido es desandar los pasos.



Tonight’s song: The Past Recedes – John Frusciante. Best served with: volver.


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